DONDIVINO O LA APROXIMACIÓN AL INFIERNO
DONDIVINO O LA APROXIMACIÓN AL INFIERNO
¡Acaso mi ave es única!
¡Acaso el sol es capaz!
o el destierro acaso
una posesión más allá del incendio

PROSOPOÉTICA EPOPEYA

I

Al revés que en los hogares donde se acumula la leña con antelación, en la casa de Dondivino todo era distinto, la constancia del bosque pedía su presencia al fío invierno u otoño de cortejo al talar, los sinceros árboles y arbustos que no pretendía esconder en soledad de rincón de chimenea, fanática a la llama de congelante atrevimiento, al desgaste en penumbra, al final, del fuego. Desprendidas hojas que centraban su apoyo en un desmiembro y al tiempo del vegetal voceo de cuando, en su primitivo desarrollo, el hacha comenzaba su labor, tanto al deber del quejido de los claros que se abrían sin ruptura natural y al hombre que luchaba contra el malévolo trepaje, mas que entiendo yo ahora, se dice, cuando está protección de ramaje me ha huido siempre que hube de su necesidad, y mírala, con la savia mordisqueada en lamentos de silenciada usura, que de mí, si no se malgastar la sangre que aún me queda en canciones de claridad, oh rebosantes peñascos de dura roca hendiría el cuchillo en vuestro cuello si supiese que de el manara fruto.

II

El rasante vuelo del capaz constructor de guirnaldas, las que en la puerta cuelgan en navidad y en el río flotan en verano, transforman al mendicante mártir en platero, o gobernante de saturación. No quieras para el cauce del abismo una sentencia que descomponga la justicia de mareas y sótanos donde se encontaron las olvidadas tijeras de corte oxidado. Planicies de espesura, el guiño parece un juego que se deshace con la observación de unos dedos que se agarran a la histeria, esa que posee un billete para que te vayas en ella, rabia de gemido, que escuchas en la carretera que sube hacia la montaña, otra vez, en ella, has de ingerir el veneno o escupir la deforestación. Mentiras, dice el alado del cielo, esas nubes lloverán las cosechas y vosotros habréis de huir de las flores, que van abiertas en una solicitud de empleo primaveral y a la que nunca, nunca la noche le traerá consigo más estrellas que puedan devorar esta calma de constante amanecer, mis árboles, mis tréboles, mis diminutas hormigas almacenando, y quién de los vuestros podrá con la topera estropear este arrecife. Ahhhh. Cuando al término de su lengua, de su grito, la serpiente que hasta entonces se había mantenido encogida, acurrucada, a la espera en el pecho de la chispa que cruje la madera de la fronda donde Dondivino pescó a zarpazos el lucero verdoso y troncal, se despertó del sueño despierto, adivinó el pie con el que se sostenía el leñador, con un serpenteo colina abajo en un descenso volador repatrió en un prostíbulo y con la cola se embadurnó de prostituta. Camaradería de patios en los que los tendales salpican de pinzas el suelo, si, el escorpión en busca de una igual rapiñería mismamente que la víbora, un robo, del lecho de musgo que acaricia el rayo de luz, que por un fallo de incertidumbre en la propuesta de formal conveniencia, fue presa para el colmillo y el aguijón.

III

Flojera, de unos caballos que al galope no existen y al trote parecen niños en un agolpamiento consiguiendo golosinas, entumecidos huesos, horas dedicadas a la contemplación de masoquismos rutinarios, vueltos al escondrijo del principio de los párpados abiertos al selvático horizonte desde el que se puede ver, el océano de peces, y más peces que salpican las olas. Cualquier princesa de otoño convendría un invierno más limpio, todavía con el sabor picante del espejo donde cuelgas el retrato de la cabalgadura que apenas se mantiene, en pie, con una vida de campo, duramente hecha a el, en las últimas horas de la tarde, de regreso al infantil establo, se lleva consigo el fruto en los genitales, que no aparejan por edad, aunque ya sean largos los muchos ha vuelto a un empezar. Eres piedra de dureza en la cáscara y en el interior, un flujo de constante apetito para una comida y un crecimiento, o mantenerse igual que tanto quiere batirle el águila, que ella jugosa en la pelea que no credibiliza que estrellar otra presa, roca, roca, más roca donde extinguir y saborear sin la pertenencia a la testicular manzana a la que aspira, sin que llegue a entender que el mordisco, duele.

IV

Audacia de Edén, un dios que muele el grano parecido a la rueda triturante de soleado maíz de picoteo, tantos hachazos y un desplomo del que gime y revuelve los placeres de la eficaz duda. Caravanas pertenecientes a lugares de erguida torre, al adecuado espacio al que dejarse caer desde lo alto es más fácil, tanto las escaleras suben peldaños bajando la horca el cuerpo sin vida del rebaño, crianza para un volátil, para un delicado saboreador de intestinos. Al limpiarse las uñas, un aseo de corteza, la puesta se niega a ponerse y el sol arriba, en lo alto, que si llega la fastuosa tormenta que señala el jinete de transformaciones, nada, con él, al relámpago. Un trompeteo de mosquitos al oído, que las mazorcas demolidas por papá son viento donde los gorriones aflojan el trino para un derramarse luego en fortificaciones para una muerte de víbora, de serpiente recién parida, alumbradora de cucarachas que entre el jardín que anochece y llama, pasean por junto a las heces de la esclavitud libertaria con el gentío apremiante al contacto del palo izado al orgullo de tótem.Verdugo de manos arrugadas, en que mordisqueada exclamación te encuentras en este momento en el que el fuego te quema, o no, mas la desprotección es en ti una navaja de barbero, quizás en humedad o no. En ardor o en liquidez respira, fresco follaje de silvestre agricultura.

V

Huidizo, qué es lo que haces que no tomas las riendas del equino que se te aproximaalado y visceroso, ¿qué temes?.Vuelto a su cómodo sillón, Dondivino, sin ningún trofeo que poder colgar en una pareddesnuda de ellos, fumaba de la pipa mirando películas de héroes que en caso algunomorían, casi podría decirse que aquel hombre era uno más de la compañía, un soldadoque tan sólo bastaba de su rudo entrenamiento, de su comida de campaña, el que nuncaformuló una pregunta porque a todo asentaba, a eso, acostumbraban los uniformados, alsargento que toma por ellos la decisión de que, quién contonea en este baile las caderas.Repatriado, repatriado, al hogar con el tropiezo de las sobresalientes raíces que seenmarañaron en adentrada cabeza al tanto que el perfil de una cuchilla taja lo que hayafuera, sintió frío, un repentino frío que le vociferaba la ola de la cada vez menosnecesaria igualación al acompañamiento, del crepitar, y del brasero.Vistió el pantalón, calzó las botas y con el torso desnudo abrió al día su látigoimpregnado de un rompiente orgulloso, igual que en la película vista y proyectada en elhumo que pica la garganta.El hermoso niño de pecho, seguro a la teta que afirma, adicto a la capitanía del barcoque toca puerto aún en vendaval, en un impulso de desnudez, se desvistió rápidamenteen una tajante decisión, las tijeras de podar y recortó setos, arbustos, apilando unamontaña de cuatro horas de sol.El acto de la insubordinación al tacto con lo que se mide la penumbra, la llama o eldescubrimiento y en el rodar diurno él mantenía con vida la luna, en eclipse, oscura,para quien desde el vello púbico sin una consciencia, en una imprecisión pedía ayuda,asilo, en la floja herradura.

VI

En la asustadiza y anaranjada mañana de Enero en la que se desconchó la pared, y se escuchan ruidos como de oleaje balbuceando la cualidad que se le escapa al ojo, mas no al gusto del paladar de tacto, con el que se huele, con el que se oyen los sabores de salada increpancia, un colchón de oxidados muelles se deshizo de la almohada y arrastró hacia si todo lo que podemos involucrar en el sueño, y partiéndolo menoscabó el placentero rincón de pies cansados. Un ayuno de zumbidos de abeja para un bien común, no siempre, el monte y el tubérculo salvaje en el paso de los minutos que comen arañas, y a las telas vueltas a hilar por los periodos que capitulizan el día, en segmentos en los cuales, de tímido alboroto, provocado por la deslomización del tomo, los alineaban, los unían, en frecuencia en una grande e indisoluble cuerda de violín. Podía el ritmo, el caballo atronaba y dejando abrirse una cremallera rodó el fruto, cuesta arriba en una acelerada calleja de vendedores ambulantes, en la dedicación al comercio con hambre, en apetencia para todo calibre, el primero en sentir la carrera, lo atesorizó a forma de ganancia en monedas, una o dos, de las pequeñas.

VII

Sonaban tambores para la inclinación al ramo de flores que en los bolsillos guardaba deironía la religión de los mercaderes, un salto y en una acrobacia zambullirse en la pozaque el río amurallado excavó para las chicas con recibo y lengua de avispa, con losmonederos repletos de ventas y ataques, una, hermosa de escamas en el tenderete delsobrepeso, que duchaba la sucia alcantarilla de la posada donde asaban los cochinos, sesacó del pecho un lujoso billete y en un intercambio de negrura de artificio, dientes depríncipe y princesa, la moza, dueña del sombrero elegantemente, taconeando escupió,lamiendo después de la despeñadera su propio esputo en la providencia que confiaba desus apuntes del maestro del maestro, confianza que la calaveralizó.Visible, desde el norte y el sur, el este, oeste, amordazada, cactus venerado por losinstigadores de la lámina, que en el templo, por la templanza del infarto, una valoraciónde autoinflingidas heridas de clavados alfileres en el tacto, descuidando el atrevimientola infantería, las embarcaciones, la caballería y cualquier cuerpo del ejército paradislocarle el abecedario a papaíto que en conquista de bosques, en logro pudo con unmaleficio, matar a su mascota, a la hija querida, el esqueleto que los bufones al Rey lecontaron, llegará comiéndose tu comida y alzándose con tu cetro de metal y mango demadera, en la suya con la tirita va a intentar clavarte.En el suspiro, ay, en esta aproximación al infierno que ocupación mantendré sinpregonar al pueblo cada día la adecuidad al calcetín o tantos tamaños de gotas de sudor.

VIII

Destronarse, inventarse, con el mismo mensaje en la botella, y al contacto chocar otra vez con un nuevo, erizado, puercoespín de ablandamiento en las pisadas, para un cuchillazo a la cintura quedando a medias el vivir de las huellas de atrás y las de adelante, y una, única, entera, profundamente marcada, la que es y está posado el pie encima. Sentir un reproche o un desorden en la maniobra, que si de una perla en una ostra fuese la caricia buscada por el sapo, y faltan moscas a la boca que se infla de filtrar humos de traviesos muchachos, sangrando el agua, dosificando, ¿dónde nos hemos de ver Dondivino? Un perfumado aplauso sirviendo a la contención del mal olor, unas manos músicas que llaman al timbre del ruiseñor, del astro, una orquesta que lleva a una nota a la conversión de una fruta, de un fruto, de dulzura, sabroso al deslizarse, escondido en el aire para quien lo sepa encontrar. Frenéticos empujan con la vista perdida, órbitas ciegas, vivos que están muertos, muertos salidos de la fosa para una celebración de antorchas, arden, tal vez, peregrinan a una promesa de embutirse con oxígeno vivificante, de una canción.

IX

En el desván como en la prolífica rama que ojea las hojas del suspense, en tabaco machacadas, en un recogimiento que podría desatar de los pulmones el cáncer o sepultarlo con coronas, leña apilada en desencanto a la cigarra y un olfato a primavera que se deslizaba por el pasamanos, acompañando a un diferente invierno en la cena del año para quizás, acabar de leer la novela de la página catorce, el huerto, o el zarzal, es de difícil comprensión la diferencia, poder cavar una hilera de tomateras, vegetales, un aposento de concluir un comienzo. Un proveedor, unos bueyes y la nieve para ponerle una zanahoria al muñeco, en la boca, encogerse hasta que la pipa se apague con esos copos que remueven en la sartén, el hígado de la primera comida, a bocanadas de higuera las vísceras y el jugo del acuerdo aunque la cuerda no estire para anudar, bastante de astucia, llega con los brazos, en suficiencia, el marinero que aprendió con la correa. No arrastra la luna perdigones de plata, a los lobeznos de humana postura, que derrochan en la pacífica destartalación del cielo, apretadas mandíbulas soltando una pirámide solar y algodón, ese deletreo a cuestas llevado por el día, la noche, el humo del leño ardiendo, calentando de caliente novedad el antes usurpado camerino, donde se guardan las corbatas y los trajes de pantalón, chaleco y chaqueta, gala o para unavcomedia o un hogar en propiedad, y en decisión con el decorado al gusto, las cortinas, la mesita de noche con la página cuarenta y un vaso de agua por si la frente quema al tornear el cuerpo, enraizado en las pegajosas, nocturnas sábanas, mmh. Y mañana, al despuntar, la eficacia del apuntador que le leyó los labios al cortejo al plantar.

X

Por la salud del que se limpia el rostro a diario con agua de charco recién mojado, una vena en la frente corre más veloz y toca con el azulado canal purpúreos tambores, que en un hipnótico trance vuelan un regreso hasta la mariposa, la pequeña echa a andar al viento las blancas alas en ese trote de nube a nube, delicada, tras el miedo al muelle, el que usan los nefastos para alcanzar a tocarla y comerla, trocearla, mutilarla, esos que no se han dado cuenta aún que no existe en ella la carnicería, y que un amanecer, flotando amistoso, se le acercó un campesino, era, al contrario que vuestra morada de suplicio, el terrateniente de toda la inmensa, descomunal grandeza, orgullo que alza a bullir en vapor de cualidad no solamente para él, sino que también para mí, dijo el fruto.

XI

Menos que el menor ruido, más que el mayor silencio, en un paraíso caído, angustia de papa-dios, ¿quién será él que me compadezca?, a mí, que tuve compasión con los niños, con los hombres, mujeres, ancianos, animales, hasta con las legumbres que crecían tan rápido para alimentar a cada uno en su sitio, con todo lo que dispuse para el cotidiano liberalismo de la tierra y la identificación verdadera a ella, ¿a mí?, que tanto bien he causado desde este árbol que veo malograrse en sequedad, no tengo nada para alimentar mis canas ancianas, de hospitalaria ayuda, de crédito a la democracia. Hija, mi hija, te añoro, vuélvete a tu pertenencia que la curvatura de tu linealidad no la han aceptado en mayoría, y ahora hija mía nos obligan a volver de donde salimos un día salimos , del incendio, que no quema, abrasa, abrasados, nosotros, la familia establecida de mutua correspondencia en los riñones, en el bazo, en todo órgano que le nombrásemos al cartucho que nos revienta los sesos. Vosotros holgazanes que hacéis ahí parados mientras vuestro padre y venerada veneración son absorbidos por el abrasivo incendio donde los cabellos se consolidan a la tez, tal cera derretida, consolaos que habréis de llegar al mismo lugar, al de los quehaceres con las velas con capucha que os placen tanto, si, alrededor de ellos, en la fila del ídolo serpentearéis por entre bosques de podredumbre y en la hinchazón del deseo de los sesos desperdigados, no tardaréis en alcanzar la inmortalidad deseada. Al completarse finalmente la abrasión de papa-dios, su hija y los holgazanes, un hortelano con una manguera de la que fluye un chorro de barro, en una maldad sin comparación alguna a la que jamás en pensamiento alguno cupo, apagó, lo que no hubiese hecho de ser hoguera y les dio muerte de nevera, pétrea nevera.

XII

Quien de sí hubo de formarse, otro, en carga con la maleta, de idénticos entretenimientos en el interior, de acostumbrada dirección, para dejar un paso horario y, vestirse de blanco, comprar una botella de champán y botar la tumba del museo de cera. El coleccionista de estatuas llegó a la hora fijada y en un mercancías que desproporcionaba el ojo, en unidad, cargando todas, todas en las bodegas, sin distinción echaron a navegar en ese barco de perdidas colecciones que ya no anclaría en Puerto alguno, dejándose morir el incendio, sin ser un horno con capacidad de asestar, en una aplastante ola. Quien hubo de fabricarse un nuevo pincel y sin saber dibujar, ni tan siquiera enmarcar, encuadernó volúmenes de astronomía, ornitología y los aprendizajes de su propia existencia en un solo e inquieto, blanco papel.

XIII

Naturalizar tormentas de descompulsión de ortografía y voz que ralentizan un verano de pelo moreno, en sures no instalados en todas las cadencias, un perro de guarda que no necesita el ladrido ni el mordisco, afinca las cuerdas de la guitarra en un tan sólo y en el rumor de la caja, nenúfar de flotante vibración adentrando a los arcoiris de después de la veraniega descarga en la casa que pide un cuadro, una pintura para luego de la cosecha. Autorretrato de una cara de color en variedad, de seguimiento a la altura, a la negra diadema que suelta la nube, albina clarificación de los monumentos que no espesan el rellano, a ese aprecio de colmenas te sigo en demasiado poco entendimiento, gorila que te golpeas en una salvaje experiencia del recorrido ancestral, ¿qué?, ¿qué?...

¡Acaso no fue única mi ave!
¡Acaso no fue capaz el sol!
o acaso no fue el incendio
un destierro más útil a la posesión.

Enero-Febrero 2010


© Borja Wallace Parra Álvarez,
книга «DONDIVINO O LA APROXIMACIÓN AL INFIERNO».
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