Prólogo
New York, Estados Unidos. Noviembre 19.
Sarah recibió la carta de defunción de sus padres. No la leyó, la apretó haciendo un puño con la mano y la soltó dejando que cayera al suelo en una bola arrugada. El dolor la había paralizado, ya no lloraba, pero en su rostro se podía ver el rastro de las lágrimas mezclado con el maquillaje. Su aspecto era desgarbado, descuidado y desaliñado. Era evidente la devastación que la albergaba, como un huracán a punto de desatar su furia. Así mismo lo había sentido ella; un tornado había pasado por su vida haciendo pedazos todo a su paso.
Habían muerto en África durante una jornada médica. Contrajeron un terrible y extraño virus que les cobró la vida en pocas semanas. Y ahora Cape Town, South Africa, sería el lugar donde yacerían sus tumbas para siempre.
Sentada en una silla frente al escritorio de la directora de su escuela quién la miraba apesadumbrada. Sarah con apenas diecisiete años y presa de la incertidumbre, la impotencia y la desolación ahogó un grito con la mano...
Sidney, Australia. Noviembre 19.
Noah interceptó el balón de rugby y con un movimiento veloz y ágil hizo una anotación. El resto de su equipo estalló en conmoción. Habían ganado el partido. Sus compañeros corrieron hacia él, lo rodearon y lo alzaron en el aire vociferando su victoria en genuina algarabía. Era el quinto partido que ganaban en aquella temporada.
Había considerado jugar profesionalmente, pero la escuela de leyes era su prioridad. Era su último año y ya tenía una plaza de trabajo en la empresa de su padre. Tenía un legado que mantener.
Su despampanante novia le estampó un beso en la boca apenas lo tuvo enfrente, se colgó de su brazo orgullosa y caminaron hasta el aparcamiento. Tenían que celebrar el triunfo junto a todo el equipo.
Sarah recibió la carta de defunción de sus padres. No la leyó, la apretó haciendo un puño con la mano y la soltó dejando que cayera al suelo en una bola arrugada. El dolor la había paralizado, ya no lloraba, pero en su rostro se podía ver el rastro de las lágrimas mezclado con el maquillaje. Su aspecto era desgarbado, descuidado y desaliñado. Era evidente la devastación que la albergaba, como un huracán a punto de desatar su furia. Así mismo lo había sentido ella; un tornado había pasado por su vida haciendo pedazos todo a su paso.
Habían muerto en África durante una jornada médica. Contrajeron un terrible y extraño virus que les cobró la vida en pocas semanas. Y ahora Cape Town, South Africa, sería el lugar donde yacerían sus tumbas para siempre.
Sentada en una silla frente al escritorio de la directora de su escuela quién la miraba apesadumbrada. Sarah con apenas diecisiete años y presa de la incertidumbre, la impotencia y la desolación ahogó un grito con la mano...
Sidney, Australia. Noviembre 19.
Noah interceptó el balón de rugby y con un movimiento veloz y ágil hizo una anotación. El resto de su equipo estalló en conmoción. Habían ganado el partido. Sus compañeros corrieron hacia él, lo rodearon y lo alzaron en el aire vociferando su victoria en genuina algarabía. Era el quinto partido que ganaban en aquella temporada.
Había considerado jugar profesionalmente, pero la escuela de leyes era su prioridad. Era su último año y ya tenía una plaza de trabajo en la empresa de su padre. Tenía un legado que mantener.
Su despampanante novia le estampó un beso en la boca apenas lo tuvo enfrente, se colgó de su brazo orgullosa y caminaron hasta el aparcamiento. Tenían que celebrar el triunfo junto a todo el equipo.
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