Capítulo 8 (Pía)
Pía.
Estaba a punto de darme un ataque de histeria. Había vuelto a caer en su trampa otra vez. No podía controlarme, estaba demasiado enfadada. Apenas había logrado contenerme cuando aún estábamos en el barco. Tenía que tomar medidas drásticas para que aquello no se repitiese. Me había quedado atrapada toda la noche en su velero por la tormenta. También es cierto que estaba un poco achispada por el alcohol y me había quedado dormida apenas había puesto un pie en el camarote. El enojo reverberó en mí cuando me desperté desorientada, con una ligera resaca además y con la cabeza a punto de estallar. Así que apenas me vio cuando irrumpí en su camarote y lo encontré dormido a pierna suelta, se dispuso inmediatamente a devolverme a la orilla sin rechistar.
Daniel De La Torre es un caso cerrado y olvidado. Y para quien se lo pregunte, eso es a partir de este mismo instante.
Levanté la cabeza y con la postura erguida, sintiéndome como si estuviese en una pasarela, a pesar de que llevaba unos pantalones chándal de hombre, una camiseta de AC/DC y estaba descalza. Me había atado el cabello en un moño alto y el enojo ardía por todo mi ser.
Daniel había llamado a su chófer y me habían dejado en mi casa en Passeig de Gràcia, no se atrevió a pronunciar una sola palabra ni a mirarme a la cara. Así que deduje que esta vez sí podría deshacerme de él.
El portero me miró y me saludó con un asentimiento de cabeza.
Cuando entré en mi ático me sentí aliviada, me desplacé por la estancia sintiendo cómo la elegante alfombra amortiguaba cada uno de mis pasos, me quité la ropa en mi vestidor y me introduje en el baño.
Salí de la ducha y me envolví en una suave toalla blanca. Me senté frente al espejo y contemplé mi rostro empapado de agua. ¿Cómo podía permitir que alguien como Daniel me hiciera sentir así? Me sentí una tonta, una marioneta en sus manos. Pero ya era suficiente. No permitiría que volviera a jugar conmigo.
Me puse una bata de seda y me dirigí a la terraza. El sol brillaba en el cielo despejado, y el aire fresco de la mañana me llenó los pulmones. Respiré hondo y dejé que la paz del momento me invadiera. Me sentía como un fénix que renacía de sus cenizas. Era hora de volar alto y ser libre.
Me dirigí a mi estudio y me senté frente a mi escritorio, tomé el teléfono y llamé a Candela, la jefa del departamento de Recursos Humanos, para despedir a toda la plantilla del área administrativa y al personal de seguridad.
Un par de minutos después Iñaki Cruz, mi asesor legal, consultor estratégico y abogado de la familia, estaba hartándome con diez mil razones por las que no podía despedirlos a todos y me obligó a explicarle las razones por las que quería hacerlo. Hundiéndome de la vergüenza le conté lo que había pasado con Daniel y cómo me había llevado a la fuerza y nadie en toda la maldita planta administrativa había hecho nada.
—No te preocupes, manejaré la situación. Pero, ¿no crees que despedir a todos es un poco excesivo? ¿Debo comunicarme con tus padres?—Preguntó Iñaki con tono de incredulidad.
—No, no lo creo. Y si mis empleados no son capaces de proteger a su directora ejecutiva de ser secuestrada por un ex novio loco, entonces no merecen trabajar en la empresa—respondí con determinación.
Iñaki bufó y se puso en marcha para organizar la terminación de los contratos del personal. Mientras tanto, decidí llamar a Candela de nuevo para pedirle que contratara nueva gente de inmediato. Necesitaba gerentes y empleados competentes y profesionales que estuvieran a la altura de las circunstancias, además la empresa estaba creciendo asombrosamente y nuestros medios de distribución estaban aumentando.
Mientras esperaba a que se resolviera todo, me preparé un té de matcha y me senté en mi sofá de terciopelo, imaginando el caos que acababa de desatar en mi empresa. ¿Había sido demasiado drástica? Quizás.
Estaba a punto de darme un ataque de histeria. Había vuelto a caer en su trampa otra vez. No podía controlarme, estaba demasiado enfadada. Apenas había logrado contenerme cuando aún estábamos en el barco. Tenía que tomar medidas drásticas para que aquello no se repitiese. Me había quedado atrapada toda la noche en su velero por la tormenta. También es cierto que estaba un poco achispada por el alcohol y me había quedado dormida apenas había puesto un pie en el camarote. El enojo reverberó en mí cuando me desperté desorientada, con una ligera resaca además y con la cabeza a punto de estallar. Así que apenas me vio cuando irrumpí en su camarote y lo encontré dormido a pierna suelta, se dispuso inmediatamente a devolverme a la orilla sin rechistar.
Daniel De La Torre es un caso cerrado y olvidado. Y para quien se lo pregunte, eso es a partir de este mismo instante.
Levanté la cabeza y con la postura erguida, sintiéndome como si estuviese en una pasarela, a pesar de que llevaba unos pantalones chándal de hombre, una camiseta de AC/DC y estaba descalza. Me había atado el cabello en un moño alto y el enojo ardía por todo mi ser.
Daniel había llamado a su chófer y me habían dejado en mi casa en Passeig de Gràcia, no se atrevió a pronunciar una sola palabra ni a mirarme a la cara. Así que deduje que esta vez sí podría deshacerme de él.
El portero me miró y me saludó con un asentimiento de cabeza.
Cuando entré en mi ático me sentí aliviada, me desplacé por la estancia sintiendo cómo la elegante alfombra amortiguaba cada uno de mis pasos, me quité la ropa en mi vestidor y me introduje en el baño.
Salí de la ducha y me envolví en una suave toalla blanca. Me senté frente al espejo y contemplé mi rostro empapado de agua. ¿Cómo podía permitir que alguien como Daniel me hiciera sentir así? Me sentí una tonta, una marioneta en sus manos. Pero ya era suficiente. No permitiría que volviera a jugar conmigo.
Me puse una bata de seda y me dirigí a la terraza. El sol brillaba en el cielo despejado, y el aire fresco de la mañana me llenó los pulmones. Respiré hondo y dejé que la paz del momento me invadiera. Me sentía como un fénix que renacía de sus cenizas. Era hora de volar alto y ser libre.
Me dirigí a mi estudio y me senté frente a mi escritorio, tomé el teléfono y llamé a Candela, la jefa del departamento de Recursos Humanos, para despedir a toda la plantilla del área administrativa y al personal de seguridad.
Un par de minutos después Iñaki Cruz, mi asesor legal, consultor estratégico y abogado de la familia, estaba hartándome con diez mil razones por las que no podía despedirlos a todos y me obligó a explicarle las razones por las que quería hacerlo. Hundiéndome de la vergüenza le conté lo que había pasado con Daniel y cómo me había llevado a la fuerza y nadie en toda la maldita planta administrativa había hecho nada.
—No te preocupes, manejaré la situación. Pero, ¿no crees que despedir a todos es un poco excesivo? ¿Debo comunicarme con tus padres?—Preguntó Iñaki con tono de incredulidad.
—No, no lo creo. Y si mis empleados no son capaces de proteger a su directora ejecutiva de ser secuestrada por un ex novio loco, entonces no merecen trabajar en la empresa—respondí con determinación.
Iñaki bufó y se puso en marcha para organizar la terminación de los contratos del personal. Mientras tanto, decidí llamar a Candela de nuevo para pedirle que contratara nueva gente de inmediato. Necesitaba gerentes y empleados competentes y profesionales que estuvieran a la altura de las circunstancias, además la empresa estaba creciendo asombrosamente y nuestros medios de distribución estaban aumentando.
Mientras esperaba a que se resolviera todo, me preparé un té de matcha y me senté en mi sofá de terciopelo, imaginando el caos que acababa de desatar en mi empresa. ¿Había sido demasiado drástica? Quizás.
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