Capítulo 28
La mañana siguiente se filtraba cálida y vibrante a través de la ventana del pequeño departamento donde Cooper y yo revisábamos los informes recién llegados. Parecían ecos que resonaban de forma constante e inesperada: Sergio Martínez, líder del culto, había muerto en circunstancias nada claras; sus tres hijas, desaparecidas sin rastro; y su esposa, recluida en un manicomio psiquiátrico. Cada línea que leíamos era como la confirmación de que nuestra ofensiva había destrozado la cabeza del monstruo y dejado la red criminal deshecha y dispersa.
El silencio llenó la habitación mientras sopesábamos la magnitud de lo que enfrentábamos. La estrategia que habíamos diseñado desde el principio —sigilosa, quirúrgica— había resultado infalible. Cada pieza había encajado con precisión milimétrica, y eso nos había llevado a una serie de pequeñas victorias consecutivas, casi inimaginables dado que estábamos completamente solos en la guerra.
—Si todo esto es cierto —susurró Cooper, pasándose la mano por el rostro cansado—, es como si hubiéramos cortado la cabeza del dragón. Nuestros movimientos han sido impecables, demasiado incluso. Es casi como si estuvieran reaccionando desesperadamente.
Asentí, pero sin dejar de escudriñar cada párrafo con ojos implacables. Los informes sobre Portugal e Italia no eran menos provocadores: Ricardo Ferreira y Manuel Viera, ahora acosados por investigaciones inmediatas en Lisboa, comenzaban a tambalear su fachada de impunidad. Amañar las elecciones municipales no les había servido de nada. Las denuncias de manipulación y sus innumerables crímenes estallaban en todos los rincones, mientras nosotros seguíamos observando desde la distancia con una mezcla de satisfacción y cautela. Los informes sobre España también eran refrescantes. La mujer del certamen de belleza, que también estaba vinculada a casos de pornografía, espectáculos y entretenimiento, se encontraba efectivamente en España, con su marido y sus tres hijos, y la presencia del culto allí parecía firme y estable. Habíamos decidido no perder el tiempo en España para no seguir patrones inútiles, pero las evidencias sobre sus crímenes volaban por los aires de manera casi descarada.
—Nunca pensé que algo así sería posible —murmuré, apoyando la cabeza en una mano—. Vamos en racha de victoria en victoria, y lo mejor es que nadie más sabe lo que estamos haciendo. Estamos solos en esta guerra invisible.
Cooper me lanzó una mirada cargada de determinación.
—Exacto. Nadie. Ni siquiera las agencias oficiales han logrado conectar todo como nosotros lo hicimos. Esto es pura intuición, experiencia... y trabajo bajo perfil. Debemos estar atentos. Si Sergio Martínez está muerto, hay un vacío de liderazgo que otros estarán ansiosos por llenar. Y podrían ser muchísimo peores que él.
—¿Crees que debemos preocuparnos por eso? —pregunté, consciente de la nueva carga que ahora pesaba sobre nuestros hombros. La idea del fin del culto de Martínez traía una mezcla de alivio pero también un poco de inquietud.
—Por supuesto —respondió él sin dudar—. Pero los que quedan del culto están más expuestos que nunca. Ya no tienen dónde esconderse. Y mientras más presionemos, más errores cometerán. Mientras se preocupan por ocultar sus crímenes, están descuidando sus pasos aquí. Hace tiempo que venimos generando confianza y contactos, y sabemos que hay quienes quieren deshacerse de ellos porque tienen intereses más importantes. Solo necesitamos dar el siguiente paso.
—Podría ser arriesgado. No dudarán en hacer lo que sea para protegerse. Pero tienes razón —Me pasé una mano por el cabello, reflexionando—. Hoy, tenemos la ventaja. Así que hagamos algo al respecto.
Cooper se inclinó hacia adelante como si la atmósfera cargada de posibilidades podría transformarse en un nuevo plan. Cooper me miró y en su mirada vi reflejada la convicción.
—Nada cae sin que algo más caiga también. Esta guerra no termina aquí. Es hora de aumentar la apuesta.
La adrenalina fluyó a través de ambos, una mezcla de miedo y emoción por lo que se avecinaba. El silencio se instaló entre nosotros, solo roto por el sonido del teclado, el crujir del papel y el viento que azotaba afuera, recordándonos que Montreal seguía bajo un invierno frío, pero en nuestro interior había un fuego que no se apagaba.
Sabíamos que la batalla aún estaba lejos de terminar. Pero la victoria, aunque contenida, era innegablemente difícil de controlar. Habíamos transformado la incertidumbre en claridad, el miedo en valor tangible. Y aunque estuviéramos solos, estábamos unidos.
Cuando por fin levantamos la vista, nuestros ojos se encontraron y no hicieron falta palabras. Era el momento de prepararse para lo que vendría, de continuar la batalla con la misma astucia y convicción que nos había traído hasta aquí.
La guerra invisible seguía, y nosotros estábamos en la línea de fuego.
Sin embargo, la certeza que resonaba como un eco —que Sergio Martínez estaba muerto, probablemente también sus tres hijas desaparecidas, y que su esposa estaba en un manicomio—, y que su culto finalmente terminaría de caer, nos infundía un vigor casi irreal. En esa batalla silenciosa, en esa danza desesperada entre sombra y luz, cooperábamos solos pero firmes. La justicia, por ahora, era nuestro único refugio. Pero esta vez estábamos preparados para vencer.
El silencio llenó la habitación mientras sopesábamos la magnitud de lo que enfrentábamos. La estrategia que habíamos diseñado desde el principio —sigilosa, quirúrgica— había resultado infalible. Cada pieza había encajado con precisión milimétrica, y eso nos había llevado a una serie de pequeñas victorias consecutivas, casi inimaginables dado que estábamos completamente solos en la guerra.
—Si todo esto es cierto —susurró Cooper, pasándose la mano por el rostro cansado—, es como si hubiéramos cortado la cabeza del dragón. Nuestros movimientos han sido impecables, demasiado incluso. Es casi como si estuvieran reaccionando desesperadamente.
Asentí, pero sin dejar de escudriñar cada párrafo con ojos implacables. Los informes sobre Portugal e Italia no eran menos provocadores: Ricardo Ferreira y Manuel Viera, ahora acosados por investigaciones inmediatas en Lisboa, comenzaban a tambalear su fachada de impunidad. Amañar las elecciones municipales no les había servido de nada. Las denuncias de manipulación y sus innumerables crímenes estallaban en todos los rincones, mientras nosotros seguíamos observando desde la distancia con una mezcla de satisfacción y cautela. Los informes sobre España también eran refrescantes. La mujer del certamen de belleza, que también estaba vinculada a casos de pornografía, espectáculos y entretenimiento, se encontraba efectivamente en España, con su marido y sus tres hijos, y la presencia del culto allí parecía firme y estable. Habíamos decidido no perder el tiempo en España para no seguir patrones inútiles, pero las evidencias sobre sus crímenes volaban por los aires de manera casi descarada.
—Nunca pensé que algo así sería posible —murmuré, apoyando la cabeza en una mano—. Vamos en racha de victoria en victoria, y lo mejor es que nadie más sabe lo que estamos haciendo. Estamos solos en esta guerra invisible.
Cooper me lanzó una mirada cargada de determinación.
—Exacto. Nadie. Ni siquiera las agencias oficiales han logrado conectar todo como nosotros lo hicimos. Esto es pura intuición, experiencia... y trabajo bajo perfil. Debemos estar atentos. Si Sergio Martínez está muerto, hay un vacío de liderazgo que otros estarán ansiosos por llenar. Y podrían ser muchísimo peores que él.
—¿Crees que debemos preocuparnos por eso? —pregunté, consciente de la nueva carga que ahora pesaba sobre nuestros hombros. La idea del fin del culto de Martínez traía una mezcla de alivio pero también un poco de inquietud.
—Por supuesto —respondió él sin dudar—. Pero los que quedan del culto están más expuestos que nunca. Ya no tienen dónde esconderse. Y mientras más presionemos, más errores cometerán. Mientras se preocupan por ocultar sus crímenes, están descuidando sus pasos aquí. Hace tiempo que venimos generando confianza y contactos, y sabemos que hay quienes quieren deshacerse de ellos porque tienen intereses más importantes. Solo necesitamos dar el siguiente paso.
—Podría ser arriesgado. No dudarán en hacer lo que sea para protegerse. Pero tienes razón —Me pasé una mano por el cabello, reflexionando—. Hoy, tenemos la ventaja. Así que hagamos algo al respecto.
Cooper se inclinó hacia adelante como si la atmósfera cargada de posibilidades podría transformarse en un nuevo plan. Cooper me miró y en su mirada vi reflejada la convicción.
—Nada cae sin que algo más caiga también. Esta guerra no termina aquí. Es hora de aumentar la apuesta.
La adrenalina fluyó a través de ambos, una mezcla de miedo y emoción por lo que se avecinaba. El silencio se instaló entre nosotros, solo roto por el sonido del teclado, el crujir del papel y el viento que azotaba afuera, recordándonos que Montreal seguía bajo un invierno frío, pero en nuestro interior había un fuego que no se apagaba.
Sabíamos que la batalla aún estaba lejos de terminar. Pero la victoria, aunque contenida, era innegablemente difícil de controlar. Habíamos transformado la incertidumbre en claridad, el miedo en valor tangible. Y aunque estuviéramos solos, estábamos unidos.
Cuando por fin levantamos la vista, nuestros ojos se encontraron y no hicieron falta palabras. Era el momento de prepararse para lo que vendría, de continuar la batalla con la misma astucia y convicción que nos había traído hasta aquí.
La guerra invisible seguía, y nosotros estábamos en la línea de fuego.
Sin embargo, la certeza que resonaba como un eco —que Sergio Martínez estaba muerto, probablemente también sus tres hijas desaparecidas, y que su esposa estaba en un manicomio—, y que su culto finalmente terminaría de caer, nos infundía un vigor casi irreal. En esa batalla silenciosa, en esa danza desesperada entre sombra y luz, cooperábamos solos pero firmes. La justicia, por ahora, era nuestro único refugio. Pero esta vez estábamos preparados para vencer.
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