Capítulo 24
Al aterrizar en Turín, una bruma fría y húmeda envolvía la ciudad, y un aire denso, casi sacro, impregnaba las calles. La arquitectura barroca y gótica de las iglesias dominaba el horizonte, sus campanarios apuntando como garras hacia un cielo plomizo. Todo alrededor irradiaba un aura católica que a Cooper le erizaba la piel. Lo vi apretar los labios; sus ojos grises reflejaban un recuerdo oscuro.
—Esto me recuerda a esas películas de terror que veía cuando era niño —confesó en voz baja, sin mirarme—. No sé por qué, pero hay algo en este ambiente que me pone los pelos de punta.
Lo miré, midiendo si debía preguntar más, pero decidí no hacerlo. Era algo personal, un eco de su infancia que supuse que prefería guardar para sí mismo. Yo tampoco era creyente, pero siempre había mantenido una distancia respetuosa con las creencias ajenas; aunque ambos nos considerábamos ateos, siempre habíamos mantenido una mente abierta para entender cualquier cosa. Así que guardé silencio, dejando que el aire gélido de Turín llenara el espacio entre nosotros.
Mientras avanzábamos por las calles adoquinadas, recordé los informes que habíamos revisado sobre los canales de televisión autoincendiados en Italia, un patrón que se repetía con una agudeza escalofriante, similar al de Lisboa y Montreal. Era una maniobra para eliminar pruebas, sembrar miedo y continuar la impunidad.
—Ahora, McDowell, observamos, recolectamos y esperamos. La estrategia sigue siendo la misma: desmantelar a los cabecillas, derribar el culto. No nos distraigamos.
—¿Y los comunicadores? —pregunté—. ¿Cómo es posible que hayan desaparecido tantos sin que nadie haga nada?
—El miedo es una prisión más efectiva que cualquier cárcel —dijo Cooper—. Y cuando la oposición se apaga, el culto se propaga sin control.
Nos miramos, conscientes de que estábamos en el epicentro de una guerra silenciosa, una batalla donde la realidad era la primera víctima.
—Aquí también, como en Lisboa y Montreal, el culto usa sus negocios fachada: clubes nocturnos, farmacias, panaderías, hasta iglesias abandonadas —continuó Cooper, con una mezcla de tedio y resignación—. Todo un entramado para mantener el dominio y la impunidad.
Turín era una ciudad italiana hermosa, pero para Cooper y para mí, la atmósfera tenía un matiz inquietante. Pero lo más perturbador eran las desapariciones: diez años de mujeres, jóvenes, periodistas, corresponsales, animadores y presentadores de televisión que habían sido asesinados y desaparecidos, muchas con los rostros desfigurados, un macabro sello del culto. Sin duda, mucho más que una guerra interna. Un modus operandi brutal que revelaba la perversidad del culto. Noticias y titulares que nunca salían a la luz pública. La corrupción y el terror se entrelazaban, y el culto operaba con una brutal transparencia que dejaba poco espacio para la duda.
—Diez años —musité mientras caminábamos por calles empedradas—. Diez años de terror cómplice, de miedo y desapariciones.
Cooper asintió, con expresión sombría.
—Y todo bajo la sombra de esta religión que parece envolverlo todo. No sé cómo no me di cuenta antes, pero este catolicismo dominante aquí tiene algo de opresivo, casi ritualístico, como si fuera un disfraz para algo mucho más oscuro.
Nos adentramos en un café cercano, buscando refugio del viento cortante. La conversación se tornó más intensa.
—¿Crees que el culto usa esta fachada religiosa católica para proteger sus intereses? —pregunté.
—Sin duda —respondió—. Las iglesias, los monasterios, incluso las procesiones públicas, todo puede ser un escenario para sus operaciones. Controlan desde las sombras, y nadie osa cuestionar lo sagrado. Infiltran las instituciones, manipulan la política y eliminan a cualquiera que se interponga. La impunidad es la constante, y la corrupción, el manto que cubre todo.
Decidimos no precipitarnos. La experiencia nos había enseñado que actuar con prisa solo alimentaba el caos y ponía en riesgo vidas inocentes. Así que optamos por la serenidad y la calma, por observar y esperar el momento adecuado.
Pero no todo era oscuridad. Italia nos ofrecía también su riqueza: la gastronomía exquisita, la cultura vibrante, las rutas turísticas llenas de historia y arte. Nos permitimos, otra vez, disfrutar con fascinación y placer esos pequeños momentos de normalidad.
—Esto me recuerda a esas películas de terror que veía cuando era niño —confesó en voz baja, sin mirarme—. No sé por qué, pero hay algo en este ambiente que me pone los pelos de punta.
Lo miré, midiendo si debía preguntar más, pero decidí no hacerlo. Era algo personal, un eco de su infancia que supuse que prefería guardar para sí mismo. Yo tampoco era creyente, pero siempre había mantenido una distancia respetuosa con las creencias ajenas; aunque ambos nos considerábamos ateos, siempre habíamos mantenido una mente abierta para entender cualquier cosa. Así que guardé silencio, dejando que el aire gélido de Turín llenara el espacio entre nosotros.
Mientras avanzábamos por las calles adoquinadas, recordé los informes que habíamos revisado sobre los canales de televisión autoincendiados en Italia, un patrón que se repetía con una agudeza escalofriante, similar al de Lisboa y Montreal. Era una maniobra para eliminar pruebas, sembrar miedo y continuar la impunidad.
—Ahora, McDowell, observamos, recolectamos y esperamos. La estrategia sigue siendo la misma: desmantelar a los cabecillas, derribar el culto. No nos distraigamos.
—¿Y los comunicadores? —pregunté—. ¿Cómo es posible que hayan desaparecido tantos sin que nadie haga nada?
—El miedo es una prisión más efectiva que cualquier cárcel —dijo Cooper—. Y cuando la oposición se apaga, el culto se propaga sin control.
Nos miramos, conscientes de que estábamos en el epicentro de una guerra silenciosa, una batalla donde la realidad era la primera víctima.
—Aquí también, como en Lisboa y Montreal, el culto usa sus negocios fachada: clubes nocturnos, farmacias, panaderías, hasta iglesias abandonadas —continuó Cooper, con una mezcla de tedio y resignación—. Todo un entramado para mantener el dominio y la impunidad.
Turín era una ciudad italiana hermosa, pero para Cooper y para mí, la atmósfera tenía un matiz inquietante. Pero lo más perturbador eran las desapariciones: diez años de mujeres, jóvenes, periodistas, corresponsales, animadores y presentadores de televisión que habían sido asesinados y desaparecidos, muchas con los rostros desfigurados, un macabro sello del culto. Sin duda, mucho más que una guerra interna. Un modus operandi brutal que revelaba la perversidad del culto. Noticias y titulares que nunca salían a la luz pública. La corrupción y el terror se entrelazaban, y el culto operaba con una brutal transparencia que dejaba poco espacio para la duda.
—Diez años —musité mientras caminábamos por calles empedradas—. Diez años de terror cómplice, de miedo y desapariciones.
Cooper asintió, con expresión sombría.
—Y todo bajo la sombra de esta religión que parece envolverlo todo. No sé cómo no me di cuenta antes, pero este catolicismo dominante aquí tiene algo de opresivo, casi ritualístico, como si fuera un disfraz para algo mucho más oscuro.
Nos adentramos en un café cercano, buscando refugio del viento cortante. La conversación se tornó más intensa.
—¿Crees que el culto usa esta fachada religiosa católica para proteger sus intereses? —pregunté.
—Sin duda —respondió—. Las iglesias, los monasterios, incluso las procesiones públicas, todo puede ser un escenario para sus operaciones. Controlan desde las sombras, y nadie osa cuestionar lo sagrado. Infiltran las instituciones, manipulan la política y eliminan a cualquiera que se interponga. La impunidad es la constante, y la corrupción, el manto que cubre todo.
Decidimos no precipitarnos. La experiencia nos había enseñado que actuar con prisa solo alimentaba el caos y ponía en riesgo vidas inocentes. Así que optamos por la serenidad y la calma, por observar y esperar el momento adecuado.
Pero no todo era oscuridad. Italia nos ofrecía también su riqueza: la gastronomía exquisita, la cultura vibrante, las rutas turísticas llenas de historia y arte. Nos permitimos, otra vez, disfrutar con fascinación y placer esos pequeños momentos de normalidad.
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