Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 22
El sol de enero, menos cruel que en la playa, se alzaba entre las nubes y sobre los tejados de tejas rojas de Lisboa, tiñendo la ciudad de una luz dorada y suave. Caminábamos por la Baixa, entre el bullicio de turistas y lisboetas, como si el horror de la Praia dos Coelhos fuera solo un mal sueño que se desvanecía con el murmullo de la ciudad. Pero la verdad era que el recuerdo seguía ahí, latiendo bajo la piel, aunque la belleza de Lisboa nos ofrecía un respiro inesperado.

François caminaba a mi lado, erguido y sereno, con ese aire de hombre curtido por la vida. Vestía un abrigo de lana gris oscuro, perfectamente cortado, que le llegaba a media pierna; debajo, una camisa azul celeste asomaba bajo un suéter de cashmere color grafito. Sus pantalones eran de lino grueso, color marfil, y sus botas marrón oscuro, pulidas hasta brillar, contrastaban con la acera empedrada. El frío de enero apenas parecía rozarlo. Su cabello, salpicado de canas, estaba peinado hacia atrás, y sus ojos azul acero observaban todo con una mezcla de cálculo y nostalgia. A veces, cuando la brisa marina traía un aroma a sal y café, François sonreía apenas, como si Lisboa le recordara a algún rincón perdido de Montreal.

Cooper, siempre impecable, llevaba una chaqueta de cuero negra sobre una camisa blanca de lino, abierta en el cuello, y unos vaqueros azul oscuro. Sus botas eran de estilo militar, pero discretas. El pelo negro, peinado hacia un lado, y sus ojos grises, fríos y analíticos, parecían absorber cada detalle de la ciudad. Caminaba con la seguridad de quien sabe que puede pasar desapercibido o llamar la atención a voluntad. Alto, gallardo, con esa belleza que parecía esculpida en mármol y una sonrisa que podía ser tanto un arma como un escudo.

Yo llevaba un abrigo largo color camel, ceñido a la cintura con un cinturón de cuero oscuro. Mi cabello castaño corto caía en ondas suaves sobre los hombros, y mis ojos verde avellana se movían inquietos, absorbiendo cada rincón, cada sombra, cada destello de Lisboa. Unos pantalones negros y botas altas completaban mi atuendo, práctico y elegante a la vez, ideal para el clima fresco pero soleado de enero.

Caminábamos sin rumbo fijo, pero con un propósito claro: observar, escuchar, analizar. Lisboa era un tablero de ajedrez gigante y nosotros, estrategas encubiertos.

—¿No es curioso cómo la belleza puede ser tan engañosa? —comenté, deteniéndome frente a la fachada azul y blanca de la Igreja de São Domingos, donde las marcas del incendio antiguo aún dejaban el rastro en las paredes ennegrecidas por el incendio de hace siglos.

François asintió con calma, contemplando la catedral con admiración y fascinación.

—Lisboa es como un libro antiguo: cada vez que lo abres, encuentras algo diferente, algo que no habías notado antes. No siempre es fácil de entender, pero nunca es aburrido.

Cooper sonrió, sus ojos grises brillando con picardía.

—Hoy, al menos, ha sido interesante. Y tenemos que aprovecharlo. Ferreira y Vieira están demasiado ocupados intentando salvar sus negocios y su dominio. Las elecciones de la alcaldía los tienen al borde del colapso.

Nos detuvimos en una pequeña cafetería en la Praça do Rossio. El aroma a café recién hecho y pasteles de nata nos envolvió. Pedimos tres cafés y una bandeja de pastéis de nata, dulces y cremosos, con la corteza crujiente y el azúcar quemado en la superficie.

—¿Crees que las elecciones realmente cambiarán algo? —pregunté, probando el pastel, con un regusto a vainilla y canela.

Cooper asintió, su voz baja y segura.

—Si Lisboa se les va de las manos, el culto pierde completamente su centro de operaciones. Todos sus negocios fachada —los clubes, las panaderías, las farmacéuticas, las galerías de arte— dependen de la protección política. Sin ella, todo se desmorona. Y la policía, por primera vez en años, pueda estar dispuesta a actuar.

François bebió su café lentamente, disfrutando cada sorbo.

—He visto gobiernos caer por menos. Ferreira es implacable, pero incluso los monstruos pueden desmembrarse. Y cuando sucede, los carroñeros no tardan en aparecer.

La conversación giró hacia la historia de la ciudad, hacia la arquitectura de la Torre de Belém, los azulejos que cubrían las fachadas, el tranvía que serpenteaba por las colinas. Caminamos por avenida da Liberdade, perdiéndonos en callejuelas estrechas, donde la ropa colgaba de los balcones y el fado se escapaba por las ventanas abiertas.

En una pequeña taberna, probamos bacalhau à brás y vinho verde. El ambiente era cálido, las paredes cubiertas de fotos antiguas y guitarras vintage. Por un momento, la tensión se disipó y nos permitimos reír, compartir anécdotas, sentirnos cómodos y seguros otra vez.

—¿Y ahora qué? —pregunté, mirando a François.

Él se levantó, ajustando su abrigo.

—Ahora, me despido. Si me necesitan, estaré en alguna provincia de Francia. Tal vez en Lyon, tal vez en Marsella. No lo sabrán, y eso es lo mejor para todos. Pero si la situación se complica, sabrán cómo encontrarme.

Cooper se puso de pie y le tendió la mano, apretándola con fuerza.

—Gracias, François. Por todo.

Cooper y yo intercambiamos una mirada cargada de gratitud.

—Tu apoyo ha sido invaluable —le dije, sintiendo la sinceridad en mis palabras.—Cuídate. Y no te pierdas demasiado entre los viñedos.

Él asintió, encendiendo un cigarrillo con la calma de siempre.

—No es un adiós, solo un hasta luego. La batalla continúa, y cada uno debe cumplir con su parte. Cuídense, y recuerden que la verdad y la justicia es nuestra mejor arma. No se preocupen por mí. Pero no bajen la guardia. Portugal es hermoso, pero su oscuridad es profunda. Y Ferreira no olvida ni perdona.

Lo vimos alejarse, su figura elegante perdiéndose entre la multitud de la Rua Augusta, mientras el sol de enero resplandecía sobre la ciudad, prometiendo nuevos comienzos y exponiendo peligros aún ocultos.

Cooper y yo seguimos caminando, el corazón más ligero, la mente más afilada. Sabíamos que la batalla apenas comenzaba, pero por un instante, Lisboa nos regalaba su magia, su luz, su promesa de esperanza.

Y bajo ese sol invernal, por primera vez en mucho tiempo, sentí que el triunfo y la victoria ya eran nuestros.




© Luu Herrera ,
книга «DECEMBER 11».
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