Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 21
El sol de enero resplandecía con una intensidad casi cruel sobre Lisboa, como si quisiera incinerar hasta el último vestigio de oscuridad que aún persistía en la ciudad. François, Cooper y yo nos desplazamos en un coche discreto y después de una breve caminata por un sendero llegamos a una playa exclusiva y privada llamada Praia dos Coelhos en Setúbal, Parque Nacional de Arrábida, rodeada de vegetación mediterránea y acantilados calcáreos, un rincón apartado donde la élite lisboeta y los jóvenes más atrevidos del culto se refugiaban para escapar del gris invierno. La arena fina contrastaba con el tono profundo del Atlántico, y el aire salado traía una frescura engañosa, como un susurro de calma que anunciaba lo inevitable antes de la tormenta.

Al llegar, la escena era un cuadro de juventud y despreocupación: cuerpos bronceados, risas estridentes, música que retumbaba desde altavoces ocultos entre las rocas, y grupos de veinteañeros entregados a la fiesta bajo el sol. Pero para nosotros, el júbilo era una máscara frágil que ocultaba un veneno letal.

François avanzó con paso firme, sus ojos escudriñando cada rostro, cada movimiento. Cooper y yo lo seguíamos, conscientes de que aquel aparente paraíso podía convertirse en un infierno en cualquier instante.

Estábamos vestidos como turistas, ocultando nuestras identidades  meticulosamente para pasar desapercibidos y mezclarnos entre los asistentes, manteniendo la distancia suficiente para observar sin llamar la atención.

—Aquí es donde el culto se siente imbatible—susurró François, con la mirada fija en los rostros que nos rodeaban—. Praia dos Coelhos no es solo un refugio para la élite, es su santuario.

Cooper asintió, ajustándose las gafas de sol.

—Perfecto para recolectar pruebas y observar sin ser detectados. Pero debemos ser cautelosos.

Nos dispersamos con cautela, mimetizándonos con la multitud, cada uno con un papel definido: François, el observador; Cooper, el estratega; yo, la analista. La brisa marina traía el sonido de las olas del Atlántico, pero también una tensión palpable que hacía vibrar el aire.

Mientras avanzábamos, François nos indicó un grupo de jóvenes que intercambiaban paquetes discretos y miradas nerviosas.

—Tráfico de drogas farmacéuticas, información y prostitución—susurró—. Todo aquí está conectado.

De repente, el estruendo rompió la armonía: disparos secos, rápidos, una ráfaga de balas que atravesó la playa como una tormenta de muerte. El caos se desató en segundos. Gritos, cuerpos que caían, el olor acre de la pólvora, arena teñida de rojo. Nadie sabía de dónde venían los tiros, ni quiénes eran los atacantes. Era una masacre macabra, un infierno de balas y sangre bajo el sol abrasador.

Nos lanzamos al suelo, buscando cobertura tras las rocas y las sombrillas caídas. François nos daba órdenes con la calma de un veterano en medio del caos. La confusión era total: jóvenes corriendo en todas direcciones, algunos heridos, otros ya sin vida, y el sonido de disparos que parecía no tener fin.

Cuando el tiroteo cesó tan abruptamente como había comenzado, un silencio sepulcral invadió la playa. El sol seguía brillando, indiferente, mientras la muerte había dejado su estigma indeleble.

Entre los cuerpos y la arena ensangrentada, François nos condujo hacia una pequeña cabaña oculta entre los escarpados rocosos, un lugar que parecía ajeno a la fiesta, un refugio oscuro y siniestro. Allí, en la penumbra, encontramos a dos mujeres, terriblemente torturadas, sus cuerpos marcados por el horror más absoluto: heridas profundas, señales de la violencia más brutal y sádica, hedor nauseabundo y el rastro imborrable de violaciones atroces.

François las miró con una mezcla de reconocimiento y desprecio.

—Katerina Sousa y Andreina Toretto —susurró con voz áspera—. Las perras falderas de Ferreira, Martínez, Vieira y del resto del culto. Criminales, perversas y peligrosas. Han pagado el precio de ser unas lamebotas.

Ambas mujeres yacían en el suelo sin vida, sus miradas vacías reflejaban la tortura vívida. Katerina, con su cabello oscuro enmarañado y su rostro desfigurado, y Andreina, más joven, con ojos que aún conservaban un brillo desafiante y descarado a pesar de las atrocidades.

—¿Qué ha pasado aquí? —pregunté, horrorizada.

—Una guerra interna —respondió François—. Buscan delimitar su propiedad. Y lo han hecho con la brutalidad que solo este culto conoce.

Cooper se acercó con cautela, observando cada detalle.

—¿Cómo pudieron...? —comencé, pero Cooper me interrumpió.

—Esto es una guerra sin reglas. Si el culto está perdiendo a sus piezas clave de esta manera, significa que la lucha por el dominio dentro del culto se está intensificando.

Miré a Cooper, buscando alguna señal sobre nuestro camino a seguir.

—¿Qué hacemos ahora?

Él se levantó lentamente, apretando los puños.

—Recolectar pruebas, analizar cada detalle y prepararnos para el siguiente movimiento. Estoy seguro de que esto apenas comienza, y la batalla será más brutal y retorcida que nunca.

Nos quedamos un momento en silencio, el peso de la escena dantesca horrorizándonos. La playa, que minutos antes parecía un oasis costero, ahora era un escenario de pesadilla.

—Esto cambia todo —dije finalmente—. Si podemos aprovechar esta fractura, tal vez podamos hacer que la estructura del culto se desplome.

François asintió, encendiendo un cigarrillo con manos temblorosas.

—Pero debemos ser rápidos. Ferreira es implacable, y sus serpientes están más activas que nunca.—Le dió otra calada al cigarrillo y añadió:— No puedo quedarme con ustedes por mucho tiempo. Además, sin mí serán libres para moverse encubiertos sin restricciones, ya que nadie los conoce. Debemos actuar ya. No hay tiempo que perder.

El sol seguía ardiendo con furia, mientras nosotros nos preparábamos para adentrarnos aún más en la oscuridad que Lisboa ocultaba bajo su belleza. La masacre en la playa no era solo un acto de violencia, era el preludio de una batalla que decidiría quién sobreviviría en el entramado venenoso del culto. Y nosotros estábamos en el centro de la tempestad.



© Luu Herrera ,
книга «DECEMBER 11».
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